«Magnífica. Una obra maestra en
todos los aspectos». Son palabras de Milan Kundera sobre esta novela, colocadas
por Ediciones Duomo en un lugar destacado de la contraportada del libro. El
juicio crea unas expectativas muy elevadas que tal vez no queden satisfechas hasta
que el dibujo del mosaico que va componiendo Škvorecký (1924-2012) no va
mostrando su silueta, cosa que probablemente suceda mediado el libro. Pero,
acabada la novela, no seré yo quien le niegue grandeza ni profundidad.
Muchas veces se ha hablado de la
identidad de fondo —al margen de las diferencias específicas, sobre las que Las traiciones de todos los santos aporta
numerosos detalles completamente desconocidos para mí— entre el nazismo y el
comunismo. Me preocupa –y mucho– que ese sustrato totalitario común esté muy
lejos de ser aceptado por cierta izquierda, tan pronta a llamar “fascista” a
los que no hacen piña con una serie de ideas preconcebidas (maldad intrínseca
del capitalismo o bondad intrínseca de lo público, sin ir más lejos) como a
apartar sistemáticamente la mirada de realidades como las de Cuba o Corea del
Norte (aún recuerdo con bochorno a Gaspar Llamazares intentando rizar el rizo
al respecto en un programa de “Tengo una pregunta para usted”), por no hablar
de regímenes populistas como los de Venezuela o Argentina. En fin, da igual los
innumerables testimonios que nos lleguen de personas que han padecido –y, ¡ay!,
siguen padeciendo– en carne propia las barbaridades del “socialismo real” (o,
como dice Skovrecky, del “socialismo hecho realidad”). Aunque sólo sea para no
dar la razón a la derecha (mala estrategia ésta, a mi modo de ver, y, por
cierto, exactamente la misma que la de esa derecha que niega el pan y la sal a
cuanto proceda de la izquierda o a cualquier prueba presentada en contra del
dogma neoliberal: todos ellos dispensan “la clase de odio reservada a los
ideólogos” [pág. 2010]). Recomendar a los negacionistas la lectura de esta
novela sería absurdo. Da igual cuántas pruebas se presenten al creyente sobre
la inexistencia o la falibilidad de su dios; ni siquiera que uno de los hilos
de la propia novela sea la defección de quienes con la mejor fe creyeron en el
sistema bastaría para hacer mirar por el telescopio a quien por principio se
niega a hacerlo. Sin embargo, pocas obras he leído en las que esa identidad
totalitaria quede más clara. «Así que se lo quitaron de en medio, no enviándolo
a Auschwitz, Majdanek ni Treblinka, sino a Bytiz, Svornost, Jachymov, nuevos
destinos finales para una nueva situación histórica» (pág. 169). Habla un
exilado, como el propio Skovrecky, como el propio Kundera. Tal vez los tres
compartieran lo que dice uno de los personajes: «para los comunistas existe
algo así como una culpa colectiva» (pág. 220).
Como ya he dicho, en mi opinión
la obra va in crescendo. El caso es
que la técnica es la misma de principio a fin: saltos adelante y atrás,
centrados en alguno de los protagonistas y en episodios vitales sobre los que
la multiplicidad de perspectivas va arrojando progresiva luz. Škvorecký es un narrador
sobrio. El estilo —a juzgar por la traducción española de la traducción inglesa
del original checo firmada por Rita da Costa, en un castellano muy pulcro— no
está especialmente trabajado. Pocas metáforas, pocas imágenes, poca densidad lingüística.
El drama humano, político, histórico que se nos narra es escalofriante, pero el
autor no carga nunca las tintas. Y ésta es, precisamente, una de las virtudes
de la novela. Captamos por pequeños detalles que el narrador es católico (así, en
las reflexiones sobre lo que significa ser sacerdote al hilo de las historias
del padre Meloun y de su sucesor hay una profundidad en la mirada que indica
que el asunto no es sólo objeto de un interés abstracto) o que entre él y Nina
(casada, precisamente, con un pastor de trágico destino) sigue existiendo
cierta tensión erótica, pero sólo al final quedan esas impresiones confirmadas
(la oración en latín antes de dormir, el beso a Nina en la puerta del cuarto),
sin ser nunca objeto de aclaración explícita. Sin embargo, para mí, la mayor
fuerza de la obra reside en el montaje, en la construcción de la historia. La
técnica del leimotiv, aunque no enteramente descartada, parece sustituida,
amortiguada por otra cosa: no deja de estar presente, pero son los estratos de
historias, por así decirlo, que aparecen y desaparecen, que se despliegan desde
una perspectiva o desde otra, que se van configurando de forma paulatina, lo
que va dando a la novela su fuerza y cargándola de densidad narrativa y de
sentido.
En suma, una novela muy
apreciable, para mi gusto, que deja ganas de leer más cosas (hay traducciones
castellanas de Los cobardes o El ingeniero de almas, entre otras; en
catalán, sólo he localizado El saxo baix,
traducida por la prestigiosa Monika Zgustova) de este escritor checo cuya fama
internacional contrasta con su escasa resonancia en nuestro país.