Navegando por Internet, el año
pasado descubrí un artículo de Manuel Jiménez, profesor de Filosofía en la
Universidad de Valencia, sobre Una
herencia peligrosa (http://www.pre-textos.com/prensa/wp-content/uploads/2012/10/zafer-zenocak-la_torre_del_virrey.pdf),
publicada en Alemania en 1998 y editada en España por Pre-Textos en 2009, en
traducción de Carmen Plaza y Ana Rosa Calero y con una introducción de esta
última. Ese descubrimiento fue el acicate que me llevó a proponer el libro como
lectura de nuestra Cooperativa. En su excelencia, el extenso artículo de
Jiménez deja, no obstante, una cosa clara: la dificultad, primero, de resumir
y, segundo, de tematizar el contenido de un libro que él califica de «ficción
autobiográfica». En efecto, las figuras del narrador y del autor guardan
notables concomitancias: su edad es similar y, si por las venas del narrador
corre sangre turca, lo mismo sucede en el caso del autor, hijo de emigrantes
turcos. Ambos son escritores, ambos viven en Alemania, ambos han viajado a los
Estados Unidos para dar clases en universidades americanas. No obstante, entre
los dos existe una diferencia crucial: el narrador es hijo de madre
judeoalemana y de padre turco. Y digo que se trata de una diferencia
fundamental, porque la novela, entre otras muchas cosas, constituye una
reflexión sobre las relaciones entre judíos, alemanes y turcos, enriquecida,
además, de forma menos extensa pero como contrapunto al que se saca un gran
rendimiento, por la reflexión sobre los americanos, por un lado, y sobre los
armenios, por el otro. Una reflexión, por lo demás, extraordinariamente crítica
con casi todos ellos: «El islam parece ser la comunidad religiosa perfecta para
los hombres que durante toda su vida sólo producen olor a pies, barbas y
esperma. Lo peor de esta creencia es que finge pureza donde no hay más que
suciedad» (p. 130); «Los alemanes tienden a destrozar el espejo en que aparece
su imagen. Si alguna vez el extranjero se aproxima tanto como para reflejar a
los alemanes, entra en una zona peligrosa» (p. 126); «Por el contrario, los
judíos que vinieron de Alemania por la catástrofe se comportaban de forma
diferente. Algunos de ellos hicieron de su identidad judía una profesión.
Hablaban. Siempre podían apelar a la conciencia de los alemanes y cargarla.
Viajaban de un lugar conmemorativo a otro, pronunciaban discursos, reunían a
gente alrededor. La memoria era la lingua
franca que los unía a todos» (p. 77). La cuestión de la identidad entendida
como pertenencia a este o aquel grupo nacional (y religioso) tiene tal
trascendencia en Una herencia peligrosa,
que sobre ella podría escribirse una larga reflexión, en la línea del texto del
profesor Jiménez, al que remitimos para explorar este aspecto de la novela.
No obstante, la caracterización
de «ficción autobiográfica», con ser atinada, resulta insuficiente. Con ella,
no logramos aprehender, desde un punto de vista formal, la especificidad de Una herencia peligrosa. Para hacerlo, lo
primero que hay que destacar es que estamos ante un libro en el que el relato y
la ficción se entretejen con la reflexión y el ensayo. No es un dato menor,
entre otras cosas si pensamos en las páginas dedicadas a la importancia de este
entrecruzamiento para el género de la novela por un Milan Kundera, que tal vez
tuviera mucho que decir sobre esta obra. Importante también para captar la
especificidad del libro es señalar que está compuesto por capítulos breves, de
longitudes muy variables, que van desde las diecisiete páginas del capítulo 26
hasta las siete líneas del capítulo 20. La idea de fragmento es esencial para
comprender el libro: la totalidad que constituye Una herencia peligrosa es una totalidad formada por fragmentos. De
hecho, lo fragmentario la atraviesa de parte a parte, en todos sus parámetros. Fragmentaria
es la forma en la que están ordenados los materiales; fragmentario es el modo
en el que se relata la historia, con continuas idas y venidas entre varios
espacios y tiempos históricos, en sucesión por lo demás muy rápida;
fragmentarias son a menudo las reflexiones que van trabando la narración. La
forma es, además, la de un collage (recordemos,
de paso, que la imagen del collage es
la que invoca Clifford Geertz para caracterizar la diversidad cultural del
mundo contemporáneo en «Los usos de la diversidad», un texto que merece la pena
releer en relación con el libro de Şenocak), cada vez más radical conforme
avanza el libro. Por ejemplo, el capítulo 22 habla de un informe del
antropólogo Franz Boas sobre el desarrollo de las razas de inmigrantes en
América, por un lado, y sobre los cuadernos de anotaciones del narrador, por el
otro; el capítulo 23 parece una de esas anotaciones, centrada en torno a una de
los temas esenciales del libro, el de la relación entre turcos-judíos y
alemanes, con el añadido de que presenta un enfoque radicalmente distinto con
el punto de vista sobre la cuestión que tiene el narrador; el capítulo 24 es un
cuento siniestro, una alegoría de lectura compleja, que puede relacionarse con
otro de los temas importantes de la obra, el de la relación entre víctimas y
verdugos. Por otra parte, pese a ser Una
herencia peligrosa un relato en primera persona, que podría hacer buena la
observación de que «el monólogo es la forma adecuada en nuestro tiempo» (p. 115),
en ella no deja de reivindicarse la necesidad de dialogar, de escuchar la
polifonía de voces que existen en el mundo y en nuestro interior. Y ello hasta
el punto de que, en un momento dado (el capítulo 26), Şenocak cede la palabra a
varios personajes, a monólogos distintos al del narrador.
Esta fragmentación de la forma de
la obra no es sino el correlato de la fragmentación de ese «hombre sin
atributos» («Yo no tenía identidad», p. 66), de ese extranjero allá donde va y
está (el tratamiento del concepto de extranjería en el libro, abordado también
de forma sumamente sugerente por Clifford Geertz en el texto antes citado,
justificaría por sí mismo un ensayo autónomo) que es el narrador. Fragmentación
en el plano de la identidad y del ser, pero también en el del lenguaje y la
representación. «“Narras sin un centro”», le reprocha Marie al narrador. «”Tus
historias parecen imprecisas, los personajes se te escapan. Al escribir uno no
puede dejarse llevar por el lenguaje. Tienes que coger el lenguaje, concentrarlo
y dirigirlo al punto en que te encuentras, a tu punto”». El narrador asiente:
«Tenía razón. Desde que me mudé de casa de mis padres me faltaba un eje
central. Era un vagabundo al que no le bastaba la extensión del mundo y que
vagabundeaba en el lenguaje» (p. 39). Un amigo, Peter, le dice: «Si tuvieses la
disciplina necesaria, hace mucho tiempo que habrías escrito una novela en
condiciones. En lugar de eso escribes siempre textos cortos llenos de pequeños
detalles. Una novela es un edificio que se debe construir de forma perseverante
y sistemática. No puedes poner el tejado sin haber colocado ante los
cimientos». También en esta ocasión el narrador parece dar la razón a su
interlocutor, si bien ahora la respuesta tiene un tinte un poco distinto al
anterior: «De repente empezó a gustarme el pensamiento de que no acabaría jamás
mi primera novela» (p. 64). En ambos casos, se trata de respuestas irónicas, si
pensamos en que lo que tenemos entre manos parece ser esa primera novela, compuesta
por textos cortos llenos de detalles, imprecisa, sin un centro, formadas por
variaciones muy distintas entre sí, conforme a un principio de proliferación
caleidoscópica de estrategias narrativas y reflexivas sobre una serie de temas,
entre los que destacan los de la identidad, la memoria y la Historia, por un
lado, y el de la construcción de una historia, por el otro. Dos temas, por lo
demás, íntimamente entretejidos, entre otras cosas porque aparecen atravesados
por una reflexión sobre el centro y los márgenes en la que las jerarquías
tradicionales quedan continuamente denegadas: exiliados, marginados,
extranjeros, en la Historia y en la historia, en el plano del ser y en el plano
del lenguaje, son lo central de la obra, precisamente en su condición
periférica. Memoria y creación resultan ser entonces las dos caras de una misma
moneda. Ambas son difíciles de alcanzar, en ambas hay que abrirse paso a
tientas, ambas se encaran con espíritu crítico y contrario a las verdades
recibidas, con ese «escepticismo ante cualquier clase de entendimiento» (p. 76)
que el autor pone en labios de narrador y que parece ser una actitud común a
los dos.
En este sentido, la opacidad de
la narración y la reflexión, su resistencia a la transparencia absoluta y a la
inteligibilidad inmediata, tiene como metáfora, precisamente, el tenue hilo
conductor de la historia: la recepción por parte del narrador, a la muerte del
padre, de unos documentos del abuelo paterno, turco, escritos en una lengua que
desconoce y para cuyo desciframiento tendrá que acudir a unos traductores. Sólo
que también el narrador tendrá que convertirse en traductor, o se descubrirá
como tal, o aceptará esa imagen que los otros ofrecen de sí mismo, tal vez la
única verdaderamente atinada, precisamente para culminar la narración y superar
el letargo y la apatía (p. 156). Un traductor muy diferente de Sven, por
cierto, ese profesional que conoce por lo menos siete idiomas. Sven es
traductor a carta cabal, como Marie es documentalista a carta cabal o Peter es
un hombre de negocios a carta cabal. Para ellos, el mundo y las herramientas
con las que se afirman tienen una solidez y una transparencia que al narrador
le resultan ajenas. «Mi realidad es un agujero oscuro, no puedo calcular lo
ancho o estrecho que es, en él oigo respirar a otros que sin embargo no puedo
ver. […] Vivo en el vacío que no ofrece puntos de sujeción para mis hilos cada
vez más finos», afirma (p. 110). Ellos parecen habitar un centro, estar en sí
mismos plenamente, a diferencia del narrador: «No soy algo completo. Me falta
una mitad para ser considerado un todo» (p. 142). Él habita los márgenes, los
intersticios, los enveses de la Historia y de la historia, empezando por la
suya propia. Su labor es penosa, tentativa, peligrosa incluso. «Lejos del
centro reina una lógica diferente. Mi tarea consiste en traducir esta lógica. Por
ello me llaman también el “traductor”. El traductor no conoce la verdad o la
mentira. Es el mentiroso de los demás. Cuando reconoce una verdad que no se
corresponde con la verdad de los demás, tiene que guardarla para sí mismo. Si
la revelase, los demás sólo se enfadarían con este mal traductor», se afirma en
un pasaje crucial de la novela. En efecto, rabia es lo que cosecha el narrador
cuando se niega a que lo encasillen en la categoría de autores extranjeros
nacidos en Alemania (pp. 151-152), como cosecha incomprensión cuando escribe un
artículo sobre las casas de oración musulmanas en Berlín al que los editores
cambian el título para que encaje con sus ideas preconcebidas, ridículas hasta
el punto de que eligen como ilustración la foto de una sinagoga (pp. 131-132). Como
se afirma en otro contexto, «Toda no pertenencia tiene su precio» (p. 142). A
pesar de todo, el traductor-narrador debe seguir adelante. No puede dejar de
hacerlo. «Sin el traductor el mundo se desharía por muchas partes. A través de
él muchas costuras se hacen invisibles. Sólo aquellos que están demasiado cerca
de las costuras sienten el dolor, el picor y la quemazón junto a ellas» (pp.
115-116).
Sólo con la mediación de los
traductores a los que acude para descifrar el texto, por un lado, y convertido
él mismo en narrador-traductor, por otro, logrará éste no tanto descubrir el
enigma de la muerte del abuelo como darle una solución posible («Mi tarea
consistía en construir lo que no se podía reconstruir», p. 69). Habrá logrado
así «rastrear las voces de quienes no tienen voz y conducirlos hacia el
lenguaje» (p. 115). Un muerto y una exiliada, una historia de amor marcada a
fuego por la Historia, cuya memoria se conservaba sólo (o apenas) en un texto
escrito en una lengua extraña y condenado durante decenios al silencio. Una
historia donde la dialéctica del verdugo y de la víctima, crucial en las
reflexiones y la biografía del narrador (el abuelo materno, judío, tuvo que
huir de la Alemania nazi; el abuelo paterno, turco, participó en el genocidio
armenio) encuentra un nuevo giro, radicalmente opuesto, precisamente, a ese
«luto conjunto de las víctimas y los verdugos [que] tiene lugar en nombre de la
consternación» (p. 79). Y un final que obliga al lector a hacer memoria, a volver
sobre sus pasos para identificar a la mujer que aparece en el último capítulo
(p. 161) y obliga a suicidarse al abuelo turco del narrador, llevando hasta sus
últimas consecuencias sus propias reflexiones sobre pecado y culpa, entendida
como responsabilidad no ante un dios, sino ante nosotros mismos (p. 139), con «el
nombre de una mujer» que éste había tachado inexplicablemente de una lista de
deportados armenios (p. 57).
«El lenguaje sólo nos sirve para
ignorarnos», había dicho el narrador (p. 110). «Y no tenemos un lenguaje para
los secretos», había dicho su padre (o. 59). El autor, con la novela, desmiente
ambas afirmaciones. Porque el lenguaje sirve también para encontrarnos: para
encontrarnos los unos a los otros, precisamente en lo secreto, en aquello que
el lenguaje público desconoce, y, en ese encuentro, para encontrarnos a
nosotros mismos, para encontrar nuestros propios secretos, los secretos de
nuestro ser, aquellos, precisamente, que sólo puede sacar a la luz, con
infinito esfuerzo, un lenguaje, un pensamiento, un relato ganados al vacío y al
silencio. «Declaré el año próximo como un punto de inflexión en mi vida.
Anhelaba encontrar capas más profundas de mí mismo. Sólo podía alcanzar esa
profundidad descubriendo mi origen. No quería seguir siendo una persona sin
raíces, sin ser responsable de algo que sucedió hacía más de veinte años. De
repente, el abuelo se me reveló como el secreto que estaba entre mí y mi
origen. Tenía que airear su secreto para llegar a mí mismo» (pp. 137-138).
«La pregunta decisiva a la hora
de narrar es si el escritor, los personajes y el lector pueden encontrarse a sí
mismos bajo el hechizo de la narración». (p. 59) Éste es, a mi juicio, el gran
mérito de la novela: lograr ese encuentro y hacerlo de una forma veraz (¿no
reclama, y con razón, Geertz del arte en los tiempos del collage multicultural «escenarios que, al representarnos, permitan
vernos, tanto a nosotros mismos como a cualquier otro, arrojados en medio de un
mundo lleno de indelebles extrañezas de las que no podemos librarnos»?),
recreando los poderes del lenguaje entendido como pensamiento y relato a
contracorriente, de una forma vedada a los productos al uso de la industria
cultural.